Maynor Freyre - Textos Libros
36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ] - (Lucha del hombre)

LIBRO MAYNOR FREYRE

36 Estampas sin bendecir - [ Cuentos 2005 ]

A.- De niños y jóvenes

B.- De mujeres y amores

C.- De la lucha del hombre

D.- Pura vida

E.- A rienda suelta
  1. Despedida en luz difusa
  2. El extraño extranjero I
  3. El extraño extranjero II
  4. El Extraño extranjero III
  5. El hombre que quería encontrarse en sus bolsillos
  6. El mar no estaba...
  7. El perro que pujaba
  8. El ponte en guardia
  9. Las cruces del camino
  10. Noche de tangos con dejo holandés
  11. Remolino de pasión

Despedida en luz difusa (Lima, 1985)     Volver al Menú

Los corpachones de Guido y Pepe se oponen al paso de esta luz muriente y auméntase la penumbra de la botillería ante cuyo mostrador nuestras manos suben y bajan en busca de sus oscuros cubalibres escondidos entre los blancos vasitos de insulso plástico, mientras mis ojos sienten de repente el refulgir de tu presencia inesperada que viene arrastrando una luz enceguecedora a la semipenumbra del cubil, y yo debo entrecerrar los ojos para que el destello de tu ingreso no los ciegue para siempre.

Entonces mi mirada tiene que escabullirse por el fondo del piso, pero allí están tus pies (¿moldeados por el Greco, por Velásquez?) moviéndose imperceptiblemente con sus venas violetas y un subido cárdeno brochazo que ha cubierto las uñas, pero solo alcanzo a tocar tus tobillos que relampaguean como el anuncio de una tormenta eléctrica, en tanto el cuero teñido de tus zapatos y las angostas bocas de sus blancos pantalones, hacen trastrabillar el recorrido de mis miradas que se ven obligadas a trepar sinuosidades para alcanzar las puntas de las uñas mal recortadas de tus manos observando cómo los poros de las mismas refulgen una luz ámbar que se abre y se cierra y salta de tu piel hasta otra vez casi enceguecerme y debo proseguir ascendiendo por los rubios vellos de tus antebrazos como por un minúsculo bosque de tallos hasta que las mangas remangadas de tu blusa no reparan en obstruir mi senda de luz.

Tú estás escanciando ambarina cerveza y yo debo seguir subiendo, saltando apresurado la burda tela que se opone a tu piel y alcanzo tu cuello delgado donde ya son moradas arterias las que surcan toda esa luz que se agranda y que no deja penetrar en tu entreseno, rebotándome con las justas hasta asirme de tu mentón, y los ojos me tiemblan, todo yo tirito por dentro al acercarme a tus labios luego de eludir leves pecas y un lunar de carne latiente. Mas, por suerte, el bosque cimbreante de tu breve bozo sometido a tus aspiraciones y expiraciones, a un traicionero y disimulado suspiro, reverbera lo poco que queda de la tarde, y yo debo proseguir inmutable el ascenso hasta bañarme en las aguamarinas de tus ojos, que está seguro ya oscureciéndose a turquesas; pero por suerte ese infame verde de tus lentes me obstruye y no sé si realmente sale de ellos, ahora que te tengo tan cerca antes que la última luz del día se extinga para siempre. Hasta que miras esa serpiente plateada que envuelve tu muñeca con tu falsa mirada verde y te vas, llevándote la luz que otra vez los corpachones de Guido y Pepe ocultan.


El extraño extranjero I (Wedel Holstein, Hamburgo - 1964)     Volver al Menú

Una manada de nubes acaba de ocultar por momentos al Sol. El cielo se medio oscureció unos minutos, para luego volver a refulgir. Me pregunto: ¿no serán tan sólo unos nubarrones pasajeros los que hoy oscurecen el vivir? Y el optimismo repite en el corazón: ¡ya viene, ya vendrá, ya viene, ya vendrá!

Me pongo entonces a esperar ese nuevo brillar. No creo halla sido solamente una estrella fugaz. Algo habrá esperando más adelante para que yo lo alumbre. Y allí empezará la contrarreforma de mi ser, la vuelta a lo antes idealizado.

No sé. Pero estoy pensando que aquello que se empieza no puede terminar así porque sí nomás; uno no puede darle final a lo que ha empezado recién. Aquello tiende a buscar su propio final hasta tropezarlo.

Pero no soy quien para filosofar baratamente. Tratemos de poner orden al caos. La pisada ha de ser franca. Que su huella se estacione en plena forma. No dibujada de soslayo. No en puntitas de pies. No ad honorem. Nunca más a priori. Plantada ipso facto. (lo digo por asegurar en algo mi jamás obtenido prestigio).

Cuando uno sube a un tren, no va de simple visita. Se mete uno dentro y tiene que dejarse arrastrar con todo: ¡allá vaaa...!: chucu-chucu, chum; chucu-chucu, chuuummmmm...

Es la segunda mitad del siglo XX y ya la electricidad está dejando al vapor en los museos. ¡Vamos pues!

La, la, la; laralarala. Ah, pero antes tuvimos el: sniff, sniifff, sniiiffff...

Bueno, ¿salud? ¡Salud! ¿Un cigarrillo?... ¿Usted? Bien. Deje, yo lo enciendo... En fin. Claro, prefiero los fósforos. ¿El cáncer?, jaj, jaj. No importa. ¡TOTAL1

El ferrocarril ara distancias. Hacia el sur; hacia el norte; hacia el este; hacia el oeste; hacia la nada.

El sueño no regresa jamás: estamos palpando. Es la turbulencia de un Verano que se demoró en llegar. De un Invierno que ni siquiera está.

Los paisajes corren inagotables, uno tras otro: con y sin sequía: con y sin hambre. Hoy nadie habla y todos hablan; nadie escucha y todos gimen.

No, no hay grito. Tal vez para mañana, mañana, mañana.

Sí. El paisaje no demora nunca, ni en el sueño. Ahí está la palabra para relatarlo. El número para medirlo. La luz para oscurecerlo en la partida.

Me tiene intrigado el silencio con sus voces. Ensayaré a relatar un cuento tradicional y fresco; lejano e instantáneo. No será, eso sí, ni dramático ni cómico; tampoco trágico o satírico. Será simplemente un cuento.

Este relato se inicia como la generalidad de los cuentos:

Había una vez un hombre que llegó a un pueblo y de repente ya no sabía hablar ni escribir ni leer. ¿Sería que se había olvidado o que perdiera la memoria o cosa parecida? No sé. Eso ustedes lo decidirán.

El asunto era que no se entendía con nadie y nadie lo podía entender. Quizás eran los otros los que no sabían bien leer o escribir. El asunto consistía en que él estaba en una minoría rotunda: contaban millones contra una unidad.

él los mira a todos y a cada uno. Les iba midiendo la lengua, las orejas, la forma de la boca, los dientes; en fin, hasta la manera de respirar. Por ejemplo, cuántas respiraciones por minuto realizaban y cuánto se demoraban en mascar, en deglutir, a que velocidad les crecían los pelos y las uñas.

Todo era en vano. Lo peor del caso es que aquellos parecían muy semejantes a su persona: individuos bípedos, con dos brazos y gran parte de sus órganos repartidos en forma simétrica. Además comían y bebían al igual que él y hasta podría asegurarse que con mayor voracidad e insaciable sed. Mas, no había nada que hacer: esos hombres le eran completamente extraños, a pesar de verlos por montones. ¿Cómo podría exigir que a él lo tomasen tan a la liviana sin despertarles curiosidad?

él los miraba a todos y todos tendían a mirarle. Sana conclusión para poner punto final al relato, de no ser que a nuestro personaje no le cabía dicha posición y se sentía sumamente intrigado, por lo cual en vez de irse a un lugar más tranquilo o regresarse a su país, decidió efectuar un normal experimento. Normal dentro de su propia manera de pensar, claro está.

Aquellas gentes le permitían vivir en habitaciones parecidas a las que habituaban usar, y comer y beber en los mismos lugares de ellos. Unas pocas veces pudo utilizar el correo y hasta el teléfono. Y también le fue otorgado el uso de la moneda (esto último como requisito indispensable de llenar). Estoy seguro que todo se lo hubieran prohibido menos el uso y consumo monetario.

No obstante tales prerrogativas obtenidas, él vivía muy atolondrado. Se sentía siempre observado. En sus gestos, en sus ademanes, en sus miradas, en sus movimientos, en sus sueños se sentía constantemente vigilado.

Con el transcurso del tiempo nuestro héroe del cuento fue aprendiendo a hacerse comprender por medio de señales y algunas imitaciones del hablar de los locales, lastimosamente más semejantes a trodlodíticos gruñidos. A muchos les agradaba gozar de dicho espectáculo: así debemos considerarlo en vista de lo extraño del caso. Si no prorrumpían en nutridos aplausos era quizás por no haber pagado por verlo ni habían hecho largas colas para espectarlo. Aquí también, en este lugar, se tenía la culta idea de que para aplaudir o criticar algo se debía pagar entrada en forma previa o haber recibido alguna invitación especial (a la larga más onerosa, pues con ella hay que asistir con todo nuevo y chillando de limpieza).

Bien, pero retornemos mejor a nuestro simulado héroe. (Lo estamos denominando héroe pues como protagonista de este relato, no nos queda más; es la costumbre y la regla irrompible).

Cierto día el pobre hombre se acercó hasta el puerto, una de las principales atracciones poseídas por el pueblo. Allí logró ver un pequeño barquichuelo de vela navegando junto a un buque enorme. A él le pareció una indirecta hacia su persona notar la insignificancia del botecito de vela frente al gran barco. Mas también pudo percatarse que sobre las mismas aguas ambas naves navegaban y mientras la más grande necesitaba de una maquinaria intrincada (la cual a su vez requería de combustible) para poder avanzar, el velerito tan sólo se valía del viento para corretear por las llanuras de un río, lago o mar. Y se deslizaba sin perturbar el orden natural: en silencio y con gallardía; suavemente, sin enturbiar las aguas con negro y sucio aceite. Sin combustible, sin maquinarias y sin causar ese ruido infernal ¿adónde podría dirigirse el gran armatoste?

Y luego vio ese pájaro que parecía querer leer aquel letrero que aparentaba prohibir algo en el parque, al lado de los montículos. En verdad le dio mucha risa: ¿acaso el pajarraco entendiera más que él?

Así iba observando poco a poco una serie de sucesos paradójicos que llamaban su atención.

Por otra parte, él también permanecía atento y vigilante. Mirando a las gentes, a las cosas, a la lluvia, al viento, siempre tan diferentes a los que hubo conocido anteriormente, en su experiencia pasada.

Su vida, pues, empezaba a cambiar. Tendría que disciplinarse y adquirir nuevos hábitos mientras permaneciese o viviera allí.

Los días iban pasando como suelen pasar: después del amanecer venía la mañana, para luego llegar al mediodía, prosiguiendo la tarde y terminaban siempre con la noche. Se dormía, se comía, había que asearse y afeitarse y... casi nada más. Todo estaba rodeado de una insipiente monotonía. Nada fuera de lo común acontecía. Ni una aventura. Ni una amistad verdadera. En verdad era algo conmovedor.

No podía conversar con nadie ni galantear a ninguna bonita muchacha, pues -he de decirlo - nuestro aventurero sin aventura frisaba entre los 20 y 30 años de edad; y lógico es que en la flor de la juventud se ansíe una amante o al menos una enamoradita. Nada.

Pensó hacerse amigo de los pájaros, del viento y de la naturaleza en general, y de esta forma vivir a gusto, como otrora deseara. Pero -siempre cuando alcanzamos algo que antes hubimos deseado surgen los peros-no podía ser ya. Ola ciudad lo había absorbido dentro de su falso atractivo, llevándolo en cautiverio. Por más que intentaba no lograba vivir lejos de ella. Su ruido, su olor a gasolina y otros pequeños problemas que juntos abultan la neurosis y todos esos sus atractivos formidables, lo llamaban a gritos. El insulto del peatón, el riesgo de ser atropellado por algún automóvil en cualquier instante, los gremios, las huelgas, los revoltosos años de la universidad, el ajetreo contra el tiempo. Todo, todo era añorado con ansias. Y en especial esas diversiones tan propias de las metrópolis, cuales son la prostitución, el abundante consumo de bebidas espirituosas, el riesgo de ser asaltado y en general todo lo que suele añorar un hombre de ciudad nacido, crecido, sufrido, gozado, aventurado, ganado, perdido, gastado, usado, peleado, brindado en, de y por ella, y para ella: su ciudad.

Uno de los hábitos que hubo adquirido nuestro hombre en su lejana tierra fue el de trabajar. Ahora quería hacerlo. En lo que fuere. Pero érale vedado. Las autoridades dudaban de su honorabilidad y primero tendrían que averiguar todos los pasos dados por él y por sus antepasados. Gajes de la civilización organizada y de la disciplina impuesta.

él, un rebelde consuetudinario, empezó a convertirse en un sumiso cumplidor de los requisitos implantadosdos o disimuladamente sugeridos. No dejaba de hacer ni pizca de lo advertido. Mas, habrá de comprenderse de que pese a su sana intención era él apenas un átomo dentro de la masa, y un átomo cuya valencia no llegaba a encajar con la del cuerpo al cual quería integrarse. Generalmente las cosas resultaban distintas a cómo él intentaba realizarlas.

Le prometían ayuda. Le surcaban el camino de esperanzas, Nadie se atrevía a decirle no. Tampoco le decían sí. Todos eran tal vez, quizá. Y él, ilusionado con esos mensajes, proseguía tercamente. Es que siempre no podía ser el derrotado. Alguna vez la victoria tendría que sonreírle. Aunque fuera la pequeña victoria capaz de dar el aliento y el valor necesarios para proseguir la lucha hasta cualesquiera fueran sus consecuencias.

Y así, en espera de un desenlace cualquiera, la espera se hacía desesperante. Los minutos se estiraban largamente, las horas se abultaban, los días se elevaban a infinitas potencias, las semanas eternizábanse. ¿O es que el mundo lo había condenado a una prisión intempestiva?

De seguro por vengarse de la manera cómo el se burló siempre de sus prejuicios y convencionalismos, que consideraba tontos y pueriles. Es indudable -pensaba el Extranjero- es una revancha de la sociedad contra quienes piensan como yo. Donde la verdadera libertad de vivir reina por encima de todo lo creado para restringir el actuar del hombre. El inhibirse no cabía en su ser, conocedor de los terribles daños causados por esto a nuestro desventurado ser psico-biológico.


El extraño extranjero II (París, 1964)     Volver al Menú

El galopar de los paisajes era intenso, uno tras otro pasaban para el extraño extranjero, montados en verdes o pajizos caballos, en oscuros o cerriles potros, o arrastrándose con pesadez sobre sus múltiples miembros, tal vez cargando ciudades enteras o decrépitos puebluchos sobre sus gibadas moles. Siempre habría uno detrás del otro; y otro más quedaba cansado de seguirnos, agotado, yerto sobre el camino, eterno por instantes ante los ojos del observador.

Las estaciones arribaban sudorosas hasta el tren.. Abarrotadas de gente, de paquetes, de maletas, de lenguajes extraños, de razas multicolores, de cansancios y de esperanzas. Unas se alistaban para llegar hasta el viajero incansable. Otras recibían indiferentes su triqui-traca o su ulular vanidoso. Es posible estuvieran ya cansadas de ese amante impetuoso, que sólo sabía permanecer instantes donde cada una, dejándoles sólo el peso de su carga bulliciosa y abultada.

El descansar en un lugar nuevo, en donde apenas se habrá de permanecer horas o breves días, contiene el encanto de las frutas por primera vez saboreadas. Uno pasa, deja su voz, sus huellas, su mirada inquisidora. Primero se adentra en la curiosidad de los edificios, casas, tiendas, plazas, mercados, restaurantes; para después penetrar en el solaz de uno de sus grandes parques y gozar del verdor, del sol, cuando lo hay. Se medita un poco, se fuma, casi no se habla, se entredormita y después habrá de corretear un poco para aligerar el cuerpo. Ya metido en el subconsciente lo más interesante, lo que podría servir para contar a nuestros nietos (no en el lenguaje literal) sobre aquello visto en nuestros mozos tiempos. Podremos asegurar que el sabor de aquel manjar de pueblo fue probado por nuestra sensibilidad, gustado por nosotros.

Bien, pero el tema no creo sea ése. Entonces a buscarlo, a rebuscarlo, a escarbarlo por entre las cabinas atómicas del mundo del más acá; por los recovecos del alma enferma, acatarrada crónicamente a causa de la frialdad del orbe; desempaquetemos lo pasado y busquemos la sinrazón de nuestro estar. Primero a mirar la lista de quienes han desertado. ¿Por qué no esperaron a que la pera esté madura para comérsela? Bien, comprendo todas las sinrazones exhibidas ante nuestros vendados ojos. Pero, ¿cuándo enjuiciaremos a los que se los llevaron antes sin avisar? Tal vez estuviera sucediendo lo mismo que en estos instantes o tal vez no. Quizá se pudiera estar peor. Entonces, ¿a qué correr a tanta velocidad?, ¿por qué dejar en ridículo al sonido, a la luz? Claro, no soy quién para meterme, pero hay que ver lo sucedido y contar luego del uno al diez. ¡Y repetidas veces! ¡Oh!, si fuera analfabeto, que desesperación.

Aparte de todo ello está aquel día que presionamos el botón: ¡blof!, cayeron las rodajas una a una. Algunos las tomaban. A otros les entraba un poco de vergüenza o temor y esperaban cuando creían no lograban verlos para apoderarse de ellas manos llenas. Eran a estos a quienes más se les notaba la ejecución operacional.

Pasaron varios días antes de que el desperfecto fuera reparado. Por las noches, amparados por las tinieblas y la oscuridad, volvían los que más celo de su prestigio guardaban.

--Vamos a gozarnos de ver cómo recogen los miserables -se decían.

--¡Oh!, probemos el gusto de recoger alguito nosotros -pretextaban, para enseguida mandar traer grandes bolsas con sus sirvientes y recolectar cuanto más podían.

En su tránsito de guardianía el agente policiaco tendía a hacerse el distraído saludando a los señorones. Juran que se vio a todo un ministro y a varios senadores y diputados. También por aquellos días corrieron rumores de que el mismísimo señor Presidente de la República envió a sus edecanes a realizar la operación recojo y dio la orden de que “no urgía esa reparación, pues existían otros urgentes asuntos del erario nacional que requerían de mayor premura„. Claro que este decreto lo hizo refrendar por su ministro de mayor confianza, como Secreto de Estado.

También está lo de esa empresa tan mentada que compraba a sus trabajadores con promesas personales. A muchos les ofreció casas, automóviles, disfrute de cierto lujo y confort, mejora de posición social, a cambio de presentar dos caras: una ante el sindicato y otra los patrones. Claro. se les cumplía con algunas promesas (no siempre todas), pero ellos habrían de trabajar el doble “para dar el ejemplo„. Tenían que llegar los primeros y salir los últimos. A su vez les enseñaban a ofrecer a los mediocres algún favorcillo a cambio de su ejemplar gratitud para con la patronal. Esta perrería se mantenía orgullosa de ser parte de la jauría del amo. Y el amo les ofrecía de vez en cuando una sonrisa o un hueso pelado para que ellos pudiesen chupar y limpiar de algunas bacterias, de tal forma que sus canes (los de verdad) no se enfermaran.

Pero -ojo avizor-los desfavorecidos fueron dándose cuenta y empezaron a reunirse, primera por las noches y a escondidas. La justicia los perseguía, porque ella siempre es ciega cuando no le conviene ver. Mas su lucha iba triunfando frente a los abusivos y surgía su causa en medio de toda clase de escollos. Gritaron cuatro verdades. Miraron a los ojos cara a cara a los grandes dominadores, les escupieron cuánto les causaban asco. Los apedrearon. Los pintaron. Los insultaron... Pero ése no era el camino... La justicia volvía a ponerse su venda cada cierto tiempo y empezaba a hacer “justicia„ con los revoltosos.

Héroes anónimos quedaban sepultados en el campo, en las cárceles, en la ciudad, en las fábricas. Muchas veces su sangre regaba los cultivos, sus huesos se industrializaban en las calderas, se mezclaban al cemento y al ladrillo, al hierro forjado, al brazalete de esa dama y a su anillo también y a su collar también y a su delicado estómago también y también a su crema facial, al automóvil de su amante, a la casa puesta por su esposo, al club nocturno de su preferencia, a su club de invierno, a su club de playa. Mientras los niños boquiabiertos recorrían la ciudad: descalzos, sin alimento en sus estómagos, haciendo sus necesidades en la calle, espectando lo no espectable, pidiendo por favor una limosnita o un trabajito. Ofreciendo la garantía de un número de lotería ya casi premiado. Vendiendo la noticia de un cataclismo o la consecución de la última invasión bélica del gran al pequeño país. O mejor el matrimonio de la reina y el príncipe del siglo XX junto a la fotografía de aquel hombre que estuvo agonizando varios días en medio de la calle por inanición, en pleno centro de la ciudad y que por suerte ahora muerto era ayudado por “La Asociación de Señoras Miembros de la Junta de Socorro y Ayuda a los Necesitados y los Menesterosos todos„. Ayuda consistente en acomodar mejor sus huesos y no dejarlos pudrir dentro de la gran ciudad, para que esta no hediese toda su desconsideración frente la pobreza y la necesidad.

Por eso uno se ve empujado a huir el extraño extranjero, a correr lejos de lo que muchas veces consideró suyo. Uno corre y tropieza. Y se levanta para volver a caer. Muchas oportunidades hay en que una mano trata de levantarlo, pero o es una mano débil o descubre a tiempo que puede hacerse cómplice de algo que está fuera de la ley: dar ayuda a quien está con la verdad y desea luchar por ella sin temor y a pecho descubierto.

Bien, ya estamos corriendo, sin cobardía, eso sí. Nos hemos galardonado de prestancia. Aunque tal vez si estemos escondiendo un poco el rabo entre las piernas y tratemos de aparentar cierta posición flaqueante en el fondo. Es que también se sufre decepciones. Uno sube a la cumbre pujante, arremetiendo contra cualquier obstáculo, arañándose manos y rostro, despellejándose, con hambre y sed. Y cuando ya esta por llegar, baja un hombre de lo más tranquilo desde un helicóptero y pone el impredecible letrero: Absolutamente prohibido por orden municipal. ¡San Seacabó!

El padre de familia lucha por obtener una casita, y lo logra. Con el tiempo vienen más y más hijos y más gastos. Se apiñan el padre, la madre y los seis hijos viven apretujados en los dos dormitorios de la casita. Mientras la vecina apenas si tiene un perro y cuenta con dos salas, un recibidor, cuatro baños y varios dormitorios desocupados. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Nada. Habrá que persignarse y rezar, el católico. Nosotros, los que ponemos los pies sobre la tierra debemos prometernos. Prometernos la luz, el agua, la bondad, la justicia, el hambre saciado, el desprendimiento, la sortija en el otro dedo para ocultar nuestra situación real y verdadera. Después, frotarnos ojos como desperezándonos, dormir a saltos, el arma en mano, siempre en vigilia, con un soporcito, claro está. Tomaremos una que otra copa acompañada por un cigarrillo; sin emborracharnos. A comer medido, sin atragantarse y mascando bien para digerir mejor. Ajustando a cada paso el brindis y el idioma que nunca nos nació. Cuidaremos también la ropa y los zapatos: es necesaria esta salvedad.

Ya está casi todo completo. Ahora a mirar de reojo. Es mejor. Al subir a un vehículo público procurarse un buen asiento y cederlo sólo a las ancianas o señoras en cinta. Las energías se deben siempre salvaguardar: por si acaso nos falten o no vengan.

Y luego, cuando estuve transitando por el laberinto de los años idos. Traspasaba todas las barreras a fuerza de aguaitar los rincones vividos con holgura y sin ella. Transité por el pasado perfecto y por el pretérito indefinido. Deteníame sólo donde las flores retoñaban, donde los árboles reverdecían. Aunque alguna vez el frío invierno me cogió distraído, desabrigado, y se humedecieron mis mejillas. Es que la vida es esa: ires y venires. Transportarse al lado de los idos y de lo ido, de lo lejano que esperamos reencontrar.

Pero vendrá el día de los justos. Y en ese momento todos comulgaremos de la misma hostia. Será una hostia trabajada en base a sacrificios y desvelos, desprendimiento y hermandad. Creo llegaré a alcanzar el tañer de esas campanas. No podré ausentarme. La intuición me dicta ese designio Porque siempre he querido dar y estoy dispuesto a darlo todo. La verdad, no guardo grandes riquezas en la alforja. Mas: ¿y lo mío?, ¿lo que no robé? Eso sí lo tengo y lo estoy guardando. Mis manos no han sagrado ni han encallecido. El hambre no tuvo jamás para mis tripas abundancia ni desazón. Mis huesos no se congelaron pero tampoco abusaron del calor que no les correspondió. Soy un mediano justo. Quizá porque jamás se me presentara la ocasión de poseer en demasía. El idealismo, la utopía grabaron en mi ser principios irrefutables. No supe conciliar con el abuso ni nunca fui un justiciero de verdad. Sólo espero que algún día se apaguen los rayos atómicos del orbe y surjan iguales, de cuna tumba, el vuelo del águila y el del pájaro cantor. Cuando las serpientes pierdan su ponzoña para no ser repudiadas porque ya no envenenarán, el lobo acaricie al cordero y el huracán no arranque ni una flor. Allí la envidia se habrá muerto y la hora será sólo marcada por los tic-tacs del corazón.


El Extraño extranjero III (Wedel Holstein 1964)     Volver al Menú

Por de pronto deseaba con fervor a una mujer; ese animal que le desnuda sus instintos y los empuja al simple deseo. Necesario es también decirlo, ese deseo animal nos da la dicha física más hermosa de este mundo cuando se concreta. ¡Oh!, ¿por qué este mediocre estilo? ¿Será que el extraño extranjero se me ha metido dentro y no puedo medir a la mujer sino como nuestra contraparte sexual? ¿Y su inteligencia, su paciencia, su capacidad para superar las adversidades ante las que los hombres temblamos de pavor?

No importa. Nos quedamos en... Hummm.. aquella mujercita, virgen a no dudarlo, a la cual estoy llevando al tálamo de amor. Es dulce y buena. Destila pureza por todos sus poros. Mas yo estoy acostumbrado al trato con fieras hembras, esas conocedoras de los más recónditos secretos del amar con las que se pueden quebrar las rígidas reglas conyugales. Las palabras frente a ellas son puros adornos, lucecitas de bengala. ¡Qué momentos los transcurridos al lado de estas aventureras, sin la menor pureza, pura bestialidad, toda una enciclopedia práctica del sexo! Te muerden hasta sangrar, te aprietan hasta casi asfixiarte y luego fingirán pedirte con dulzura por favor. Para enseguida arañar y morder más y más. Te insultaban acariciándote a la vez. Hasta que por fin, marchando de la mano por extraños senderos plagados de una gigantesca arboleda, flotando entre bandadas de nubes; saliendo del piquito de un pájaro junto con su trinar, bebiendo agotados las aguas de un río ignoto. A un paso casi de la muerte caímos rodando por la alta pendiente hasta deslizarnos al fondo del barranco. ¡Uf!, que sudor. Y que blandura la del agónico descanso.

El tiempo ha proseguido su marcha imperturbable. El extraño extranjero ha hecho algunas amistades. Ahora se entiende mejor con la gente de ese rincón del planeta a donde ha llegado por azar. Bien es cierto que la monotonía prosigue reinando su cotidianeidad.

Son las ocho de la noche de un día sábado y el anónimo está bebiendo unas cervezas. Quiere embriagarse para olvidar sus problemas. No le interesa si lo miran o no. No le importa nada ni nadie. Se supone tan solitario, tan abandonado del mundo que podría encontrarse dentro de un inmenso tumulto y no distinguir a nadie a su lado. No tiene itinerario fijo para esta noche. Se han ausentado tanto el calor como el frío. El sueño no parece haber sido creado para su cuerpo. Apenas si llega a sus oídos una melodía triste y bella trayéndole remembranzas de otros tiempos. No sabe cómo ha venido a caer en esta encrucijada. Las salidas del dédalo han sido clausuradas en su mayoría. Descubre un agujerito en el techo por donde algunos pocos insectos logran huir. ¡Si pudiera convertirse en uno de esos insignificantes seres!

La medianoche ya ha pasado hace rato. El extranjero prosigue bebiendo. Casi no pronuncia palabra alguna. De vez en cuando monologa con sus pensamientos o se mueve como un autómata hacia tocadiscos-automático-tragamonedas a repetir una y otra vez su misma melodía. Por allí descubre una mujer que le despierta deseos. Ella canta ahora. Es una hermosa mujer. Se va alegrando a medida que liba unos tragos y empieza a bailar. Pero ella no es para él, ciertamente. Entonces va cambiando de locales en busca de no sabe qué. Espera a que cierre el último. El licor no le hace mella. Lo deja anonadado sin llegar a la beodez.

Total, está tratando de encontrar la alegría en el alcohol, pero parece que el alcohol está también imbuido de nostalgias. ¿No tendría acaso razón de estarlo? Acaso no alegró tantas veces corazones tristes hasta contagiarse un poco de su tristeza.

Van tornándose en ansias las simples atracciones despedidas por aquella mujer. El deseo le carcome las entrañas. ¿Cuánto tiempo sin probar un beso o una caricia femenina? Tal vez no mucho. Es que estos días parecen haber constado del doble y hasta el triple de horas frente a los comunes y corrientes. Además su naturaleza joven es de natural ardiente.

Para distraer su mente de un imposible el extranjero rebusca algún recuerdo en su memoria. Retrocede hasta detenerse en los días universitarios, rodeado de amigos y aventuras gratas. Cuando beber no era un escape afectivo sino una forma de divertir los ánimos, para luego lanzar al desgaire y gozar de la sana alegría y del amor. Cuando su ingenio despertaba admiración. Ese ingenio vivaz y dicharachero que busca la broma y el humor como necesidades para el esparcimiento. Claro que también existían problemas, pero daba gusto resolverlos en compañía de verdaderos amigos. Gente querida a la cual se le correspondía dicha estimación. Pero ahora, ¿cómo y para quién alegrarse? Nadie podría entender siquiera sus expresiones.

Ya ha pagado el gasto. Ya cierra también este último local. La hora no interesa: Hoy es domingo sin misa y sin terno nuevo. Hoy es domingo, muerte de semana. Hoy fuera día de descanso si estuviera cansado. Mis ojos, que no recogen la luz como debieran, estarán de luto. Mis manos enlutadas se encontrarán también de desamparo. Así piensa a su regreso hacia el aposento solitario, tan solitario como todos los lugares donde ha permanecido esta noche, ahora sin siquiera la música nostalgiante rumbo al vacío y frío lecho donde nadie le espera. él llegará caliente, sudoroso, ansioso de calmar todas sus sedes.

Y después, como con las altas fiebres que le causara el paludismo padecido en su infancia, se sentirá desvaído, divagando incongruencias, acosado por el insomnio verá las paredes estirarse y angostarse como el reptar de un gusano inmenso; bosques de fantasmales árboles danzarán a su alrededor para luego incendiarse en un tenebroso crepitar. Allá va cabalgando el encabritado potro por la ladera de aquella fangosa montaña. Sube y sube sin cesar. Han traspasado los cañaverales infernales plagados de alimañas. Más arriba los lobos aúllan su hambre. El potro resbala antes de arribar a la cima. Pero insiste en subir. Los lobos van rodeándolo poco a poco silenciosamente; la mayoría se encuentran carcomidos por la sarna y algunos poseen alas; otros se arrastran mutilados por los pisotones del caballo. El extranjero -recién se sabe montado en la cabalgadura-les muestra una rara cruz y las bestias huyen. El caballo ante el trágico ulular de los que se retiran pega un gran salto y logra sobrepasar la cima. Cae irremisiblemente al vacío. Mas ha perdido la cabalgadura y se halla colgado de un débil arbusto que crece en la parte lateral del barranco. Un ave enorme revolotea a su alrededor ocultando al Sol creando una semioscuridad El extraño suda a chorros y no sabe si gritar o llorar. No logra ejecutar ninguna de ambas cosas. Permanece enmudecido de terror. El ave no parece haberse percatado de su presencia o lo disimula muy bien. Sus garras rozan el arbusto y éste empieza a ceder. El extranjero se coge de sus raíces, logra asirse de una roca. ¡Oh, se trata de una cavernilla! Con las justas introduce medio cuerpo en la breve concavidad: los pies, las piernas, el vientre. Fuera de la caverna, el resto del cuerpo. Fuera de la caverna, vuela la gigantesca ave. Un final esfuerzo supremo u ¡uff! Todo adentro. El hueco está iluminado en su interior. ¡Hum!, unas escalerillas metálicas. ¿Y esa hermosa mujer dormitando sobre aquel lecho rodeado de velos, cubierto de tules? ¡Que hermosos colores los de aquel recinto! Recuerda un cuento de hadas o de ladrones bondadosos. Ella despierta de repente y se yergue sensual y provocativa. El extranjero se acerca algo corto por su facha descachalandrada, pero decidido ante la falta de asombro de la bella. Ella le extiende una copa de ambarino licor. El intenta mirarse con disimulo sus haraposos vestidos, como para disculparse, y se da con que lo cubre una vestimenta brillante y refulgente. Su elegancia no tiene límites. Empiezan a danzar ante una arrobadora música. él se siente presa del cansancio y trata de atraerla hacia el lecho. Ella le da de beber del ambarino licor. El extranjero es poseído por un sopor insoportable. Realiza incontables esfuerzos para mantenerse despierto. La bella dama lo abraza ofreciéndole sus labios. El solo roce con su cuerpo tibio y suave trastorna al extranjero. La va a besar ahora. Ella, en un ademán de provocación esquiva sus labios y más bien les coloca la copa para que beba. El visitante escancia todo el contenido de la copa y se desvanece todo el cuadro. De nuevo sudoroso y preocupado en su solitaria cama.

Ya es de mañana. El Sol alumbra con todo su esplendor. Una pequeña brisa se mezcla con el gorjeo de los pajarillos y mece las ramas de los árboles cantarínamente. Se levanta, corre el cierre de la funda de su máquina de escribir, la coloca sobre una pequeña mesa y mientras silva una canción empieza a escribir esto que acabas de leer.

Para terminar, luego de libarse dos botellas de buen vino cuenta lo siguiente:

Me han metido dentro de una botella y no puedo ni gritar. Me ahogo casi. Encuéntrome inmóvil, desvalido. Es que la soledad a veces apesta a indiferencia. Soy apenas ya una burbuja dentro del líquido insaboro-incoloro. Dormitan en mí múltiples inquietudes sin llegar a florar. Pudiera entonces contar tantas cosas...

Como por ejemplo, aquella vez que ascendí a la torre de marfil. El tránsito a la torre estuvo plagado de recovecos innumerables. Muchas personas dormían a lo largo de esas escalinatas. Las iba pateando una a una para lograr subir. Padres, hermanos, amigos gustaron del sinsabor de mi duro pie de futbolista. Algunos mi miraron implorantes. Otros me desafiaban. Muchos no lograron argüir palabra alguna. Yo calzaba botas en ese entonces. “Infelices -les dije--, ¡tienen tanto miedo a vivir! Por eso se esconden y acurrucan así„. Y llegué a la torre, a la cúspide de la torre. Y quise probar a subir más. Y entonces construí otra escalera mayor. Arriba brillaba una hermosa estrella a la que pretendía llegar. ¡Insensato! Rodé. Empecé a caer al pozo profundo de la desesperación. Quise asirme de manos amigas; algunos me extendieron los brazos, me tomaron de los dedos, pero mis manos estaban chorreantes de sudor. ¡Qué me importa confesarlo! Ahora me siento libre de escribir lo que me dé mi regalada gana. Acaso no lo dijo alguien: El hombre es forjador de su propia existencia por intermedio de la libertad. Y aquel extranjero sobre el que les contaba puede ser cualquiera de ustedes y hasta yo mismo. ¡Borricos inservibles! Corríjanme cuanto quieran, no soy ningún mandón

Bueno. Ya nos desfogamos. Estamos menos acalorados. Poco a poco nos va dominando otra vez la razón. El sentimiento de desahucio se truncó. Deseaba terminar con una gran maldición, mas se atolondra la palabra y se convierte en chabacana fe. ¿En qué? No sé. ¿En quién? Nunca sabré. Solamente miro de refilón los días próximos. ¿Con esperanza, con escepticismo? Me despojo de las botas, empiezo a caminar descalzo...


El hombre que quería encontrarse en sus bolsillos (Madrid, 1964)    Volver al Menú

Buscar... El hombre se busca. Se busca en bolsillos siempre vacíos. En las miradas calladas del reloj. En las bocas calladas por el asombro. En el traspiés que nunca pensó dar.

Ahora, de espaldas a la Tierra, cara al Sol, me busco también. Es que por momentos soy hombre y montaña, átomo y luz.

El jardín es grande y florido. Las hormigas trabajan para calmar su sed. Las abejas construyen sus panales con el amargo sudor que dará miel.

Yo estoy boca arriba. Trasero abajo. Y trato de pensar. Deseo correr alguna aventura en que el aire sepa a hiel. El Sol me ciega de repente. Extraños colores relumbran a mi alrededor.

Las hormigas me están cargando. Me hacen cosquillas, las malditas. ¡Ay!, una me pinchó. (Bien hecho, a cuántas habré pisado al caminar, triturado su insignificante ser). Me voy alejando poco a poco del lugar. ¡Qué lindo! Parece que floto, que vuelo sobre y por encima de mi ser.

Al fin arribamos a la cúspide. Me olvidé de decirlo: me han subido cuesta arriba y me van a dejar hacer...

Zzzzzzzzzzzzzzz... enorme tobogán, suave resbaladera. Si siempre seré un niño, a no dudarlo.

Pummmmmmmm. Caí sobre un tranvía. Shist, cuidado que me ven. Hablan todos muy rápido: bla, bla, bla, blaaaaaaaaaammmmm...

Estoy justo al medio. Me miran extrañados. Parlotean todos a la vez. Es un idioma raro, pero lo entiendo. Deseo hablarles, pero no me dejo comprender. Hum, me ha crecido la barba. Cómo ha pasado el tiempo. Algunos me la tocan. Un niño quiere mecerse en ella: lo dejo. ¡Ah!, pero si era un enano. Zafa bandido, a jugar con tu...

Mejor me bajaré. Ahora que están distraídos aprovecho. Despacio amigo, despacito, sin empujar.

¡Plom! Me empujaron. ¡Mal educados! Les grito cuanto se me antoja. Total, si no me van a entender. En fin. En fin.

Abajo hay muchos obreros. Todos trabajan. Le dan duro a la tierra con sus picos y palas. ¿Ella no sabe llorar? Al contrario, suden, suden malditos, les dirá.

Un hombre gordo, de gafas gruesas, rechoncho, con cadena de oro, con cara de loro, los observa. Se ríe. Es la misma risa cachacienta que alguna vez escuchara. Pero estoy más hombre y no le haré eco. Le voy a escupir, me decido.

¡Chuss, chuss! Dos buenos escupitajos en plena cara. Que buena puntería.

No se mueve el enano. Sí, es un enano, tal vez el del tranvía que se atrevió a mesar mis luengas barbas. Dos de sus esclavos (¿o esbirros?) le limpian los anteojos. él levanta el dedo meñique de su mano derecha. Yo entiendo. No soy tan tonto. Me corro, corro, corro... El eco de mis presurosos pasos me persigue.

--Denle un pan-grita.

El hambre me hace detener. Me paro en seco.

--¿Quieres pan ¡eh?

Hago un gesto, un ademán, un mohín. Me disfuerzo. Sonrío un poco. Me acerco despacitito. Poquito a poquito. ¡Zas!, me agarran los esbirros y me atragantan de pan.

--¿Y para mañana?... Mañana, mañana, mañana... (hoy día me persigue el eco).

Muevo la cabeza como un muñeco, exactamente como un “porfiado„.

--¿Quieres para mañana, para esta noche, para todos los días?

--Hum, hom-atino a engullir el pan a borbotones.

Ya tengo la pala y el pico en mis manos, en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuál usaré primero? Me miro, me reviso mi figura enteca, desgarbada.

--Hum, hom-sigo engullendo.

¡Plom, plom, plommm! Suena el trabajo

Ashhh, ufff. Assshhh, uffffff. Suena el cansancio.

Plum, plom, crash. Sonríe la tierra.

--¿Que haces aquí, quién eres?-preguntan a coro.

--No, no duermo. Tengo hambre. He caminado y corrido mucho. Yo tengo estómago (muestro mi vientre), está laxo. Vean. Si quieren pueden tocar.

Tocan, tocan, tocan y tocan. Recontratocan. Requetetocan.

--Toma, esto lo robamos -dicen--; esperamos que no seas un espía, si no peor para ti.

Es una carne putrefacta envuelta en sucios papeles. Pero, ¡qué buena sabe a mi hambre hambrienta! El vino avinagrado sabe delicioso para mi sedientísima sed. ¡Después de mucho tiempo, ahora ya!, me regocijo para mis adentros. Casi, casi me estaba olvidando. Por eso me da un poco de vergüenza un acto tan cotidiano y me escondo. Tal vez no masque tan bien como ellos o ponga cara de fiesta. No se vayan a burlar.

Ya terminé. Voy a voltear. A la una, a las dos y a las... y a las tres. Uyy, ya no están. Pero sí los esbirros. Me toman como a una pluma y me apalean. Pero más me duele el que no pueda darles siquiera un débil golpe, el que ni siquiera pueda llegar a tocarlos con la punta de los dedos. Pero alguna vez verán y sabrán quiénes somos los pobres miserables, cuál es nuestra fuerza, me reconforto.

Me han dejado caer en un pozo. Y caigo, caigo, caigo. Me hundo, me hundo... ¡Qué cobardía! Si por lo menos les hubiera escupido. Mas no hice nada de nada.. Los esbirros me esperaban disfrazados.

Prosigo cayendo. Me recontrahundo. Un vahído me invade todo el ser.

He ido a dar justo encima de mi cama. Me revuelvo nerviosamente. Quiero coger el sueño. ¿O quiero despertar?

Mejor encenderé la luz. Casi ni veo. Voy caminando a tientas por entre las sombras. El sentido de orientación se me ha perdido por completo. Las calles están también en penumbras. La sombra lo envuelve todo. Me parece haber ingresado en algún extraño lugar. Empiezo a escuchar música y aspiro olor a perfume barato entremezclado con el humo de cigarrillos y el inconfundible del licor.

Me he sentado sobre las faldas de una mujer rubia, alta, muy alta. Me frota las partes.

--¡No estás borracho! -me increpa--, vete.

--Vente acá chulo, gasta tu dinero con algo bueno-me susurra una morena.

Ya estoy de nuevo libando y fumando. Ahí encuentro a muchos amigos. ¡Sorpresa!, me gritan a coro, entusiasmados. Y las luces empiezan a encenderse como flores al nacer. La iluminación repentina ciega mis pupilas. Todos cantan y bailan. Me contagio y danzo. En un descuido aguaito por una ventana: afuera marchan los obreros de las minas brazo en alto. Parece una gran manifestación pro o anti algo. Llevan teas encendidas. ¿Teas? Traen garrotes y picas. Cargan furia en sus rostros. Me siento un traicionero. Se lo digo a mis amigos estudiantes confidencialmente, después de haberlos llamado en forma disimulada a un rincón de la fiesta.

Bajamos todos corriendo por las escaleras en puntitas de pies, encorvados. En la calle nos mezclamos con el tumulto. Es una procesión. Unos cargan enormes cruces. Otros van descalzos. Aquellos llevan encendidos grandes cirios. El incienso perfuma de santidad el ambiente. Han apagado las luces de todos los focos de los postes de luz callejeros.

--Hermano, póngase la capucha -me susurran y me entregan una de cuero--, la negra es preferible. Usted sabe, está es la ocasión propicia. Ya sabe la consigna

Tengo puesta la capucha negra. Se entonan canciones que desconozco y apenas si sigo con los labios. Una niña me saca la lengua mientras, más atrás, una joven viene enseñando las pantorrillas, las rodillas, los muslos, ejercitando una extraña danza. Arriba un gran panel luminoso anuncia una exitosa película: “El sexo duerme„, y la fotografía de las dos estrellas del film con enormes escotes. La gente empieza a apedrear las figuras. La policía, que recién aparece, pide calma en voz baja. Una mujer llora de manera histérica. La seguimos.

--¡Clemencia, clemencia, Señooorrrrrr! -se gime estruendosamente.

Todos se postran ahora de rodillas, orando en latín. Me dan un libro para que pueda seguir las oraciones.

--Usted es nuevo, ¿verdad hermano? Lo noto por su capucha colocada al revés. Siempre pasa al principio. Ha entrado rápido Lo hemos visto llorar. Lo hace muy bien--. Es una voz femenina. La mujer me ha tomado de la mano. Estamos entrando a una casa semiderruída.

--Llore, llore por favor -me ruega--, se pone tan, pero tan bello.

Me besa. Me abraza llorando. La voy desnudando poco a poco. Ella me desnuda también. Nos recostamos en cualquier parte.

El amor se hace dulce, dulcísimo. ¿He encontrado el amor? Me rasca la espalda, la cabeza; me acaricia la frente, me besa las mejillas. Baja lentamente por el pecho, abruma mi vientre. Sus labios succionan mi sexo que se hincha y crece. Ella toma asiento sobre mis muslos. ¿Estoy amando? Sí, este es el amor. Esta es la vida. Pero, ¿quién es ella?

Le digo que no podré ofrecerle nada. Me dice que le estoy brindando todo. El tiempo corre inmisericorde. Ella debe irse. Nos despedimos. Hasta que nos volvamos a reencontrar en la aventura sin viaje, sin búsqueda. Voy a dormir un rato, así desnudo, oliendo a sexo en esta casa semiderruída. Hasta que alguien se acerque a verme llorar.


El mar no estaba... (Chimbote, 1972-2005)     Volver al Menú

Aquella mañana salió con pasos como de quien se olvida de algo. Luego, tal como actuaba todas las mañanas, corrió las cortinas de la gran puerta de vidrio que rechinó como si fuera la antigua verja de un palacio. Y salió a la calle casi abriéndose paso por entre la neblina.

Se acostumbró a ver entre su espesura inusitada y le pareció notar que el mar, como todos los días y como lo estuvo desde siempre, no se hallaba al frente. Un poco a tientas bajó las breves escaleras de su puerta de casa, alcanzó la vereda, cruzó embalado la pista, percatándose antes de no sentir el ruido de cualquier vehículo y de repente se sintió caminando con el sumo cuidado que suelen poner aquellos hombres calzados y vestidos con terno cuando por extrañas razones se ven obligados a transitar por la arena.

Al principio, despacio, muy despacio avanzó los primeros diez, veinte metros, tratando de encontrar, siquiera de escuchar al mar posado en su lugar acostumbrado. Se vio obligado a ir rompiendo, por así decirlo, la cada vez más espesa niebla que le cortaba el paso, ahora sí apresurado, enseguida atolondrado. Y no encontraba el mar.

Siguió avanzando a grandes trancos, entrando en franca desesperación. Sus pisadas resbalaban sobre peces agonizantes, sobre lianas y otros especímenes marinos como aves incrustadas a pico sobre la arena, aleteando desesperadas para tratar de liberarse. A medida que ganaba terreno, escuchaba el bullir del agua que se seca, como absorbida por una garganta gigante: ¿la famosa garganta del diablo? Lo cierto es que el mar no estaba.

Prosiguió su búsqueda insensata, solo, desvalido, sin fuerzas siquiera para gritar, pero sin poder detenerse en su insensata búsqueda impelido por una infantil angustia.

De improviso los rayos del sol rompieron con la niebla y recién pudo otear a lo lejos un mar verdoso-amarillento, con agudas manchas rosáceas, algoso: el mar parecía enfermo, grave. Retrocedió sosegándose de a pocos. Sin dejar de mirarlo. Por lo menos, el mar estaba...


El perro que pujaba (Chimbote,1972-2005)     Volver al Menú

El hombre insignificante, enteco, transitaba solitario y madrugador por la calle de aquel pueblo que se antojaba ancha, más ancha que larga entre la mortecina luz de los postes de alumbrado y los primeros chispazos de una tímida aurora. Junto a cada uno de los postes, unos postes churriguerescos, de madera mal pulida, se posaban una lata mantequera o bien un envoltorio de simple papel periódico pasado, una vieja bolsa desechada conteniendo los restos de basura de la vecindad.

De manera inusitada avistó al fondo de la calle (se percató entonces que además de demasiada ancha la largura de la calle era fenomenal) a un perro olisqueando los tachos o los envoltorios de basura, deteniéndose en cada poste para levantar su pata derecha trasera.

Proseguían avanzando ambos, el hombre alerta desde la otra acera, observando los despliegues del perro. Resulta ser un can fino, de esos a los que los niños les llaman Lazzie por el ladrador héroe de las películas y de la serie de televisión: blanco con grandes manchas marrones, espigado, no un chusco callejero cabritilla y patigordo con los ojos siempre brillándoles por el hambre. De ninguna manera es así, su pelaje cuelga blondo por el costado. Este perro no come, se contenta con olisquear los tachos apenas, jamás los sucios paquetes de papel periódico o las bolsas hediondas. Se acerca a los postes, olisquea lo que debe y se esfuerza por orinar. Collie es el nombre de su raza, recuerda el hombre, y sin percatarse de la curiosa mirada de éste en medio del alba naciente, levanta la pata y muestra su parte izquierda pelada por la sarna que avanza inexorable, cual cáncer externo. El collie puja, quiere orinar, no puede. Puja... El hombre se va, desaparece. Una jauría de perros callejeros, relamiéndose, acezantes, boquiabiertos, lenguafuera, se acercan...


El ponte en guardia (Madrid, 1964)     Volver al Menú

Cada vez que recuerdo la risa... La risa como risotada. Así de grande y contemporánea. De este tamaño de desvergonzada y atrevida, Con esa cara que sabe poner a quien le interesa saber más y callar al orador. Corta de plano una exposición desfavorecedora y ridiculizante para sus intereses y va en busca de la risotada y la saca sin más ni más a flor de labios.. Sin siquiera disimularla un poco. Sin interesarle un bledo el respeto intelectual a los presentes. La cuestión es mostrar una dentadura a flor de labios desafiante. Vanagloriándose como una rata de lograr atravesar un agujero por el que el otro no podrá jamás ingresar. Tal como el ratón se burla del gato. ¡Pero ay que caiga en manos del ponte en guardia! Allí se quedará pasmado. Hecho una arruga ante el alisador de las causas justas, del cicerone del adecuado camino. él, de seguro, no dirá una palabra al comienzo. Empezará por mirarlo cara a cara, casi sin pestañear. Su boca tomará un rictus de adustez. Solicitará un vaso de agua. Ya lo va sorbiendo de a pocos. Se acaricia los cabellos. Ve venir la risotada y recién refuta. Plantea con sencillez. El otro tórnase eufórico. Luego languidece, se pone lívido. “Ya viene la risotada„, adivina el ponte en guardia. Entonces empieza sus falsas acusaciones el rata-ratón. Tercia el ponte en guardia abrevando hasta el final su vaso de agua. Saca la palabra exacta. P e r f e c t a m e n t e  b i e n  e m p l e a d a (deletrear). ¡Zasss...!

--Ja, ja. Jo, jo. Je, je. Ji, ji. Ju, ju. Ja, je, ji, jo, ju. El burro sabe más que tú -esgrime su pachotada el rata-ratón--, jaj, jej, jij, joj, juuujjj...

Estruendosa risa la anterior. El público chabacano ya lo hace el ganador. El ponte en guardia ha bajado la cabeza. ¿Estará vencido? ¿Y todos nuestros antelados cálculos?

El de la risotada estruendosa se calma ya. Habla con soltura. Insulta como le da su regalada gana a su contrincante. éste se ha llevado la mano a la boca. Cierra y abre los ojos. Se ve cólera retenida y desprecio en el fondo de su mirada. Observa con detención al público. Levanta la mano en ademán de pedirle silencio a los alborotados. El otro se desconcierta, pues ya lo creía vencido por completo. Apenas si trata de balbucear algo, coloradote como un tomate. Habla balbuceando. Interrumpe al amigo de todos. él vuelve a callar mientras siguen insultándolo. Quieren emplear la risotada. Justo en esos momentos los ojos serenos del hombre nuestro miran seguros y sus manos son llevadas a los labios en señal de silencio. Ratón-rata parece haberse comido la lengua. Pero reacciona. Intenta discutir más. Grita, se desgañita, se descoronta. Salta como loco de un lado a otro. Amenaza. Con los ojos desorbitados escucha a quien ha hecho su contrincante. Después el malévolo inquiere, pregunta, indaga, examina. El recto asume la responsabilidad y solicita un voto de aplauso para su interlocutor. él se retirará. Considera lo dicho algo indigno de responder. La forma de ejecutar las interrogantes parecen provenir de un carcelero, de un torturador. No obstante, si el público lo considera conveniente, él contestará, le consulta. Solicita su opinión sobre la permanencia de él o del risotón. La gente reacciona y abuchea al rata-ratón. Le escupen. Lo insultan, Lo arrojan. Insiste en quedarse. Alude a la democracia. A la igualdad de derechos. A la convivencia pacífica. Condena la demagogia. Los códigos lo respaldan, dice. Habrá de traérselos, sarta de ignorantes. Se los traerá en carretilla para que los lean y se desasnen. Repite de paporreta muchos artículos. Empieza a rememorar la Revolución Francesa y Los derechos del hombre y del ciudadano convertidos hoy por las Naciones Unidas en La declaración universal de los Derechos Humanos. Se confiesa socialista-marxista-cristiano-budista-brahamanista-proletario-burgés-noble de abolengo y prosapia.

El público termina por creerle. Siempre es así. El ponte en guardia ha hecho mutis. él no podría mentir de esa manera porque piensa que el voto por sí solo nada decidirá y que nadie habrá de considerar ya la verdad, tan engolosinados como andan con la sonora demagogia. Al mendaz sí lo escuchan y lo seguirán escuchando con suma atención. Se anonadan apenas perciben su gran risotada. Al recto ponte en guardia lo consideran demasiado justo para poder asumir cualquier tipo de mando. Lo engatusarían en un dos por tres. Demasiado legal en el real sentido de la palabra. Los leguleyos se lo comerían con zapatos y todo. Prefieren al déspota. Por eso a la hora de las urnas le darán su voto a tontas y a ciegas. Es más astuto y sabrá manipular mejor el timón de esta nación a la deriva. Al resto, además, le hace falta experiencia, cancha, fogueo. Ya aprenderán las durezas de la vida, el uso de la mano dura contra los vulgares hombres, la necesidad de ser alguien rodeados de gente de influencia y con suficiente coraje disfrazado como para gobernar sin titubeos ni sentimentalismos. ése sí sabrá ordenar y sancionar. Siempre hay enemigos en el otro bando a quienes eliminar sin mayores remilgos y en absoluto secreto. A pesar de que todos ya lo saben, es preciso aparentar y disimular las mazmorras bajo el lindo nombre de “Centros de Readaptación„. O calificar de “delitos contra la seguridad y el orden públicos contenidos en el fuero común„ a las actividades realizadas por los opositores a las tiranías y dictaduras. O poner el mote de “subversivos rojos„ a los que intentan sacar a relucir la verdad contra las patrañas y levantan su voz contra el abuso de la propiedad privada, de la bota herrada, del cañón humeante, del uniforme recibido como distintivo de abusador, de los grandes gerentes, de los eternos y nuevos burócratas y de toda esa gama de sanguijuelas defensoras aparentes de la “democracia„ a base del atropello contra los verdaderos derechos humanos y que acusan a los comunitarios de pervertir el buen corazón de las gentes (serviles). Se ha escuchado por ahí:

--Antes esto marchaba muy bien (voz engolada). La gente trabajaba todo el tiempo necesario sin sobretiempos ni horas extras. ¡Hasta los días domingos y feriados! Y al “haragán„ se le daba un puntapié en cierta parte y fuera.. Pero esos benditos sindicatos han venido a estropearlo todo.

--El gobierno es el gran mediador (voz sabihonda y segura). él es quien deberá encargarse de un punto crucial: repartir la riqueza entre aquellos que saben bien administrarla, no entre los que la puedan estropear, malgastar. ¡A esos inútiles, nada! No merecen poseer un solo metro cuadrado de nuestra sagrada patria. Y para cualquier queja, ahí el ministerio de...

Y así el mundo se redondea, se achata, se frunce. Mientras el hombre, tal la zorra ante las uvas, pega saltitos a la Luna, a Marte para luego decir: están deshabitados. Se vitaminiza con las bombas termonucleares para mejor defenderse contra la pobreza de los débiles. Se erige en Defensor de la Paz y la Justicia poniéndose cada vez más rechoncho y niega su ayuda militar a quienes no lo obedecen a fardo cerrado para luego invadirlos como “medida de protección„ y de defensa de los “principios democráticos imperantes en el orbe„, pues no comparten sus “inteligentes ideas„ y la de todos sus ciudadanos que viven repartidos como moscas en el pastel de la Tierra. Claro que ustedes ya comprenden de que hombre hablo: del terrícola por excelencia. De aquel que empezara por el oficio de vaquero para luego dedicarse a la caza de pieles rojas. Tampoco se salva el que de mata zares se pensó convertir en revolucionario internacional, especialista en subversiones y toda clase de técnicas insurgentes, con tal de que siguieran las pautas de su manual. En todo esto pensaba el ponte en guardia al retirarse a sus cuarteles de invierno, en tanto la corrupción corroía las entrañas de la Tierra, las megalópolis se hacinaban de menesterosos, sin luz, agua ni comida, habitando casuchas malolientes, con niños hambrientos mermados intelectualmente. El ponte en guardia entierra para siempre su vieja adarga, su antigua alabarda, su mangual, su ballesta y aljaba y destripa a su jamelgo para prepararse un buen charqui con olluquitos, símbolo de su peruanidad innegable. Aún más que el cebiche. Ha dicho.


Las cruces del camino (Chimbote, 1972-2005)     Volver al Menú

Avanzas por la interminable autopista y vas dejando cruces a tu tras; cruces plantadas como árboles inmutables, de diversos tamaños y formas, de distintos materiales y colores. Las gigantescas y las apenas visibles. Con la sencillez de la conjunción de un par de palos cruzados a la buena de Dios o edificadas con finos mármoles que se entrecruzan con seleccionadas maderas y hasta parecen concebidas por iluminados arquitectos. Algunas lucen multicolores cintas, como las que cuelgan de los árboles en las fiestas de los pequeños pueblos.

Cruces, negras, verdes, rosadas, marrones, grises... de todos los tonos. Púrpuras sangrantes o de inimaginable albura. Están iluminadas sea por primitivas teas, pasando por velitas santa rosa, velas comunes de diversos tamaños, enormes cirios hasta por lámparas tipo coleman, como a veces por costosas instalaciones eléctricas dotadas de su propio grupo electrógeno.

De repente se te aparece al fondo una luz lejana. No es la luz que se irradia a través de la ventana de una casa; tampoco un hombre transitando solitario con un farol o una linterna en la mano mientras busca un camino, ni siquiera se trata de una advertidora señal de peligro...

Es solamente una luz.

Poco a poco crece entre las sombras. Crece y crece, y abraza a las sombras. Se desparrama hasta iluminarlo todo, todo: es la presencia.

Muy a lo lejos, de forma inusitada, surge una sombra, al fondo. No es la sombra de un árbol escuálido. Menos la de un hombre que camina cabizbajo. Tampoco la de una muda roca solitaria.

Es solo una sombra.

Poco a poco se abulta la sombra y va envolviendo a la luz.. Abraza todo hasta quedar apenas las cruces del camino. Es la partida.


Noche de tangos con dejo holandés (Lima, 12 de octubre de 1984)     Volver al Menú

Se sentó entre nosotros, de repente, luego de asquear el vodka auténtico del que se jactaba el viejo poeta comunista, y empezó a cantar un tango que sonaba extraño y nuevo en su dejo extranjero, holandés. Le vi sus manos largas de uñas mal recortadas dibujando arabescos con los dedos mientras la letra del tango se llenaba de evocaciones y nostalgias y las turquesas de sus ojos (azules como los de una mañana naciente que viviera años ha en una playa del sur) se desviaban hacia los mares del norte y hacia otras vidas pasadas, donde borrascas y tifones empujaban al naufragio a filibusteras naves.

Me pareció más alta, pero al ponerse de pie, parada sobre unos delgados mocasines y sobre unas piernas largas, con las manos enfundadas en los bolsillos de sus anchos pantalones, más semejaba un palomilla de gruesa cabellera rubia tratando de confundir al mundo -con su gracia- de que era la más inocente criatura de la tierra.

No me di cuenta que cantaba para mí (aunque luego sabría que cantaba para evocar soledades, sus pérdidas habidas y las que provocaría) y envidié al viejo poeta de largos mostachos y feroz / dulce borrachera.

Terminamos bailando furibundamente afrodisiacas danzas afroperuanas inventadas para calmar la furia infinita de los dioses cristianos que condenaban con castigos irremisibles la lujuria indetenible de los negros esclavos, cuyos padres vinieran encadenados hasta el Perú luego de ser comprados por los españoles a los aventureros holandeses cazadores de negros, allá por el siglo XVI.

Más tarde, el olor de su piel se fue impregnando en mis poros y luego -más tarde aún- los latidos de su corazón prosiguieron retumbando en el mío, hasta que nació una especie de pócima secreta donde empezó a fermentar el amor a fuerza de mirarnos a la profundidad de los ojos hurgando en un pozo de luces que rara veces nos llegaría a alumbrar.

Tal vez todo ello se hubiera apagado como cuando las nubes oscuras de la noche cubren las estrellas, pero surgía siempre cantarina la risa balbuceante de su pequeña hija como una ventisca esparciendo los nubarrones y titilaba entonces su luz como si fuera una luciérnaga astral en medio de esa inmensa selva virgen que es el universo.

Marjan habla pausado y ríe con toda su dentadura abierta cuando es el muchacho palomilla de la primera noche del tango de las nostalgias. O se pone inteligente y seria al obsequiarte voluminosos libros rojos con dedicatorias que saben a mentira piadosa. Mas también cierra los labios al beso y siente que le invade un olor a hongos que la espanta al sentir amenazadas su soledad y femenina independencias.

A veces cuenta historias tomándose el mentón con la mano derecha mientras con la otra va sorbiendo a pocos un trago de cerveza o de retinto café pasado, entreteniéndote la vida que así se hace menos insulsa.

También salta y hace piruetas al sentirse alegre y sabe mirar el transcurrir de las aguas de un río peruano en el Perú para guardárselo en la memoria en tanto chapotea los pies tranquila, al lado de su hija, en el breve caudal de ilusiones que nace (¿y nunca muere?) en un día.

Tal vez Marjan no sepa, no quiere aprender o se ha olvidado de corresponder a los sueños que se le ofrecen en ramilletes inmarchitables de... “feliz la mirada/ que busca y que llama...„ (¿Por qué este final de tango, ¿por qué los arabescos de las manos se traducen en flores de papel platina que deben ser colocados en los ojales de los hombres más guapos del planeta?).

Marjan tiene tretisiete holandeses años y una hija que es una manzana del paraíso sin olor a pecado. Pero Marjan debería volver a cumplir los quinces años del palomilla del tango aquel de la noche feroz / dulce del viejo poeta bolchevique.


Remolino de pasión (Lima, 1986)     Volver al Menú

Hace años que vivo atrapado en el remolino de este tormentoso viaje sin lograr dar un rumbo cierto a mi desdichada búsqueda del paraíso perdido. El plazo se ha cumplido. Ya la nave zozobra y las chalupas no han sido carenadas: ¡no hay salvación!

Los pocos momentos de remanso que he conocido en esta travesía habrán de quedar grabados en el cuaderno de bitácora, en sus páginas izquierdas (que no siniestras). Oh proceloso mar, tus ambigüedades, tus veleidades, tu inestabilidad convierten en cada vez más lejana la isla del arribo: el edén del amor perdido por el hombre.

Atisbo en el fondo de los parajes marinos muchas otras naves hundidas, destrozadas, sus viejos velámenes deshilachados. Quiero aprovechar esta última ventisca de desolación para salvar mi viejo buque despertrechado y con la ruta extraviada. Soy apenas un curtido marino sin tripulación que va perdiendo la orientación correcta, que se despierta y confunde el barlovento con el sotavento. Y ya no cuenta siquiera con una brújula o una rosa de los vientos, pues todo se ha ido quebrando en este viaje insensato y loco. El velamen yace casi hecho piltrafas.

Sólo me queda taponarme los oídos para no escuchar más el canto de la única invicta y hermosa sirena que me guiaba con los luceros de sus ojos hacia los inevitables arrecifes, al encalladero final. Mientras tanto estoy sintiendo un salobre sabor cimentado al fondo del último barril de agua en existencia y la carroña de la podredumbre carcomiendo las exiguas vituallas que restan por consumir.

Afuera llueve. Mejor me encerraré en mi camarote y marcharé a la deriva un tiempo. He sentido el chapaleo de las ratas al caer en apretada huída. La noche viene y oteo por el ojo de buey que será desestrellada: ni la Cruz del Sur acompaña esta agonía. Mas son los estertores del mar y no los míos los que mayormente me aquejan. La bruma empieza a enceguecerlo todo, convierte en difuso el cuaderno de bitácora y ya es dificultoso que una de mis manos encuentre a la otra en medio de la cerrada niebla que nos envuelve. El barco va desapareciendo. El mar se seca...

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